Libro: Qué hay detrás de la rebelión y violencia en Chile

Rebelión, violencia y caos social: qué hay detrás del malestar general en Chile

En esta nota reproducimos el prólogo de “Pensar el malestar: la crisis de octubre y la cuestión constitucional” (Editorial Taurus), nuevo libro del premiado historiador chileno, que busca comprender, más allá de consignas y análisis de ocasión, el origen de lo que se dio en llamar el “estallido social” del país andino
Por Carlos Peña || Infobae

Viña del Mar, Chile, 23 de febrero de 2020 (Foto: MARTIN BERNETTI / AFP)

Al momento de terminar este ensayo han transcurrido más de noventa días desde lo que la prensa —con más imaginación que análisis— denominó «estallido social». Poco a poco la ciudad ha ido recuperando su quehacer habitual. Sin embargo, la normalidad es ahora distinta. Incluye protestas cotidianas en la plaza Baquedano y movilizaciones de toda índole; tiendas y pequeños negocios familiares blindados en espera de un ataque; muchachos y muchachas aún envueltos en la épica del combate callejero; grafitis que transmiten insultos varios o deseos insensatos y absurdos; chalecos reflectantes que dirigen el tránsito a cambio de una propina; carpas en el bandejón central de la Alameda habitadas por personas que han sustituido la actitud del desposeído por la displicencia de quien decidió vivir al margen; suspensiones de los test de admisión a las universidades luego de la protesta de jóvenes enardecidos; la funa y los gestos agrios sustituyen, por momentos, al diálogo democrático en el Congreso; los ritos y las actuaciones juveniles movilizan y contagian a quienes miran la protesta; profesionales burgueses asisten al fenómeno con entusiasmo, viendo en él un respiro a la impersonalidad de la organización en que se ganan la vida; políticos, periodistas, columnistas, estrellas de matinal, rectores, futbolistas, escritores y dirigentes de toda índole miran una y otra vez el teléfono para cerciorarse de que las opiniones que han emitido merecen el aplauso en vez de la repulsa que tanto temen.

En general se observa, por aquí y por allá, una nueva actitud de las personas quienes, de pronto, parecieron descubrir que los dispositivos que producen el orden en la sociedad no eran más que fantasías. Frente al paseo Ahumada, uno de los lugares más concurridos de la ciudad, un taxista se encuentra detenido a metros de una pareja de carabineros, los mismos que en septiembre le habrían cursado un severo parte. Ahora el taxista, con su sillón levemente reclinado, espera pasajeros al compás de una batucada callejera mezclada con el murmullo del comercio ambulante. Al tomar el taxi y preguntarle al conductor —un hombre que debe ser abuelo y un trabajador honrado— cómo era que podía estar estacionado allí, contestó: “es que después del 18 de octubre todo está permitido”.

El taxista resumió, espléndidamente, lo que pudiera llamarse el clima social de Chile. “Todo está permitido”. Los sociólogos denominan a este fenómeno “anomia”. Esta no sería otra cosa que la ausencia de normas, la falta de una orientación compartida de la conducta que alimenta, a la vez, una falsa sensación de libertad y una inevitable frustración. Y es que la permisión total no es, como se puede comprobar en estos mismos días, equivalente a la libertad sino, tarde o temprano, a la angustia. Como saben los psicoanalistas, cuando todo está permitido, no es la satisfacción lo que espera, sino la frustración permanente. Dostoievski fue quien dijo que si Dios no existía entonces todo estaba permitido; pero la verdad, como observó después Lacan, parece ser la opuesta: allí donde todo se permite, la satisfacción es la que está prohibida. Y es que los deseos ilimitados, esos que la subjetividad abriga, no se pueden satisfacer. Por eso Durkheim observó, en sus estudios sobre la educación, que uno de los peores efectos de la anomia era lo que denominó, con expresión inmejorable, "el mal del infinito». Entregados a expectativas múltiples sin un significado que las oriente, los seres humanos experimentan no la felicidad, sino la frustración.

¿Cómo y por qué pudo ocurrir esto en el país que días antes del 18 de octubre presumía ser un oasis en la región?

“Pensar el malestar: la crisis de octubre y la cuestión constitucional” (Editorial Taunus) de Carlos Peña

Si se toman por ciertas las reacciones inmediatas de esos días, la causa del fenómeno sería la injusticia y, en especial, la incuestionable desigualdad que afecta a la sociedad chilena. Por debajo del bienestar y el consumo, dice este diagnóstico, las personas experimentarían profundas diferencias que poco a poco alimentaron un malestar que acaba por expresarse como un estallido; la sociedad chilena abrigaba tanta injusticia, se sugiere, como un globo inflado con entusiasmo hasta que de pronto no resistió más. Había, pues, que remediar la injusticia para que la calma retornara. Pero para hacer eso era imprescindible, se dijo, cambiar la constitución, verdadera camisa de fuerza de la estructura social chilena que impedía los cambios.

Una revisión de los datos muestra que la sociedad chilena es, por supuesto, desigual, aunque no la más desigual de la región. Tampoco ella carecía de un impulso para irla remediando.

En 1989, el 49 por ciento de los chilenos, según las mediciones de entonces, vivía bajo la línea de la pobreza y tenía un ingreso per cápita de menos de cuatro mil dólares. Y si la pobreza de entonces se hubiera medido con la metodología de hoy, los pobres habrían alcanzado más del 60 por ciento. Hoy, en cambio, está por debajo del 9 por ciento y la pobreza extrema bajo el 3 por ciento. El ingreso per cápita, en tanto, ha aumentado a más de 24 mil dólares. El consumo de los bienes que la sociología llama “estatutarios”, es decir, aquellos que son símbolos de un estatus social determinado —como cierto tipo de autos y ropa—, se ha expandido masivamente. Hoy en Chile existe un millón de estudiantes universitarios. Y los provenientes de familias pertenecientes al 60 por ciento más pobre estudian de forma gratuita en universidades públicas o privadas. El 90 por ciento de las familias chilenas tiene acceso a internet y, de estas, el 87 por ciento cuenta con una red 4G. Según el último reporte del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD), el 60 por ciento de los chilenos pertenece a grupos medios a los que se podría caracterizar, siguiendo una observación de Tocqueville, como poseídos por la “pasión por el consumo”.

La desigualdad medida por el famoso índice Gini (según el cual el cero indica igualdad absoluta) disminuyó desde 52.1 el año 1990, a 46.6 puntos en la actualidad. Bajo este indicador Chile es más igualitario que Brasil, México, Colombia o Costa Rica —que a su lado parecen hoy una taza de leche—. Y si se corrige por cohortes —si se mide la desigualdad en las generaciones observó Sapelli—, se llega a la conclusión de que las más jóvenes son mucho más iguales que las viejas. Si se compara a la generación nacida en 1960 con la generación de 1990, la mejora en ese indicador es de veinte puntos.

Sí, no cabe duda. Chile es un país desigual y hay que hacer esfuerzos para remediarlo; pero atribuir a la desigualdad la conducta social de los últimos meses, reduciéndolo todo, como si ella fuera una simple reacción ante lo que se vive como injusticia, no parece intelectualmente correcto. Parece más bien una forma de desviar la mirada de algo que no se comprende y que, sin confesarlo, se teme.

Sebastián Piñera (Foto: Pedro Lopez / AFP)

Es probable que en esa explicación a la conducta de estos meses, y a los acontecimientos de octubre, se estén confundiendo las razones justificatorias de una acción, con las causas que la desatan.

Justificar una acción consiste en esgrimir razones para considerarla correcta; explicar una acción, en cambio, supone identificar las causas probables de su ejecución. Usted puede justificar una acción ignorando sus causas o puede identificar sus causas sin saber si la acción del caso es correcta o no. En esta línea, es posible afirmar que una cosa son las causas de la conducta social que se ha denominado “estallido socia”» y otras las razones que la hacen correcta o no. Detenerse solo en esta última dimensión, como si los fenómenos sociales estuvieran siempre causados por razones normativas, significa incurrir en lo que Hegel llamaría la “falacia del alma bella”. Un alma bella, para el filósofo alemán, era quien creía que la moralidad abstracta es la que conduce el mundo. En términos más sencillos, el alma bella es la que cultiva el buenismo: la convicción de que el saber moral resuelve los problemas y la ignorancia de lo que es correcto es la que los causa.

Seguramente ha contribuido a la confusión de esos dos planos el esfuerzo que se ha puesto, desde el punto de vista de la lucha política, por adscribir un sentido al fenómeno. Es propio de la lucha política, y parte del juego por el poder, asignar el sentido que coincide con las propias preferencias normativas a los fenómenos sociales.

Es lo que ocurrió luego de los acontecimientos de octubre.

Los violentos hechos del 18 fueron seguidos por una marcha formidable en la que se yuxtaponían innumerables demandas: por momentos pareció una muchedumbre de solitarios, cada uno con sus reivindicaciones que, por unas horas, encontraban el abrigo de los otros. No había en ella ni orgánica que la condujera ni programa ideológico o reivindicativo que orientara sus peticiones. Pronto hubo, sin embargo, una atribución de sentido proveniente de los actores políticos cuyo punto central fue la demanda por una nueva constitución. La fuerza emocional del momento y la diversidad de quejas y demandas encontró, de pronto, un sentido. Pero es obvio que la gente no se movilizó para lograr un cambio constitucional —apenas dieciocho meses antes no endosaron esa demanda y la mayoría ahora indignada en vez de votar prefirió quedarse en su casa—, sino que esto último fue una adscripción posterior que acabó confiriendo sentido a la protesta. Que existan razones normativas para el cambio constitucional —las hay— es una cosa, pero que ellas sean causa de la protesta es otra muy distinta. Los seres humanos —y lo mismo vale para los movimientos sociales— necesitan conferir sentido a lo que hacen; aunque el sentido, como ha ocurrido en este caso, suele ser ex post a la acción: una profecía al revés.

En Chile el cambio constitucional parece inevitable y es, además, como se arguye hacia el final en este ensayo, necesario. Las sociedades crecientemente complejas requieren reconstruir reflexivamente, y a un nivel cada vez más abstracto, los vínculos que el proceso modernizador ha desvanecido —como predijo Marx— en el aire. También parece necesario hacer arreglos para trazar mejor la línea que divide las desigualdades correctas (las que son producto del esfuerzo personal) de las incorrectas (las que son heredadas o producto del privilegio).

Nada de lo anterior, sin embargo, debe conducir a la simpleza de aseverar que porque el malestar adquirió un sentido, este último haya sido la causa que lo produjo.

Valparaiso, Chile, 5 de marzo de 2020 (Foto: REUTERS/Rodrigo Garrido)

El tema de cuáles sean los factores que produjeron un fenómeno como ese —y que, lo más probable, cuando estas páginas se estén leyendo continúe— sigue pendiente y nada aconseja ahorrarse el esfuerzo de comprender sus causas. Y este es el objetivo de este apresurado ensayo. Revisar la literatura disponible para ver qué explicaciones generales poseería el fenómeno que Chile ha experimentado. Hacer el esfuerzo de explicar, siquiera en términos teóricos, por qué una sociedad cuyo bienestar se había venido incrementando entra, de pronto, en una espiral de protesta hasta el extremo de experimentar, como el taxista del paseo Ahumada, que después del 18 de octubre todo está permitido. Por supuesto una explicación general, como las que estas páginas indagan, debe ser completada con estudios más pormenorizados. Pero estos requieren ideas y conjeturas más generales que permitan orientarlos.

Al llevar adelante esa tarea se descubre que los procesos de modernización capitalista, como los que el país ha experimentado, suelen estar acompañados de movimientos sociales que en vez de reivindicar mejoras puramente materiales, reclaman también la posibilidad de definirse a sí mismos y definir, culturalmente, el mundo en que se desenvuelven. Quizá ahí radica la extraordinaria y abigarrada cantidad de mensajes rabiosos que contienen las paredes donde junto a reivindicaciones materiales hay otras (más tofu, menos carne; más lesbianas y menos pacas; Piñera a la horca; los árboles serán liberados) de más difícil satisfacción. Esos movimientos sociales son como rendijas por las que se asoma una de las dimensiones de la modernidad: la subjetivación de la vida, el ansia por definirse a uno mismo en un mundo que, sin embargo, para alcanzar el bienestar material debe cultivar su otra dimensión, tecnificada y fría. La democracia, que es la práctica que en las sociedades humanas sirve para curar esa sensación de ajenidad en un mundo cada vez más racionalizado, se encuentra sin embargo con el problema de que en el mundo moderno ya no parece haber un piso desde el cual puedan inferirse orientaciones normativas para la vida en común. La ambivalencia de la modernidad —a saber, la racionalización de la vida y a la vez el anhelo de vivir plenamente desde la subjetividad— está acompañada de la idea de que no hay fundamentos, distintos a la subjetividad, para sentar las bases de la vida en común. Sin embargo, la existencia de una comunidad política supone que esa base común exista y ese es el sentido —y la dificultad— que debe encarar un proceso constituyente como el que en Chile se ha iniciado.

De esos tres problemas —los movimientos sociales y la crisis; la carencia de fundamentos para la vida compartida y la ambivalencia de la modernidad; y la cuestión constitucional— se ocupan las páginas que siguen. Es probable que en el esfuerzo de comprender esos fenómenos parte de las discrepancias que se observan en Chile se disipen.

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